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Río+20, otra oportunidad perdida

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La segunda Cumbre de la Tierra dejó la sensación de que la clase política mundial no tiene interés real en salvar el planeta

La semana pasada, en medio de fuertes críticas y protestas por la falta de ambición del acuerdo alcanzado, culminó en Brasil la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Desarrollo Sostenible Río+20 con la aprobación de un tibio plan para frenar la degradación del medio ambiente y combatir la pobreza. La cumbre ha sido la mayor en la historia de la ONU: durante diez días reunió a líderes y representantes de 191 países, 20 años después de la histórica Cumbre de la Tierra de 1992, también en Río de Janeiro, que tomó decisiones para combatir el cambio climático, la pérdida de biodiversidad y la desertificación. En esta oportunidad, los líderes mundiales, junto con miles de participantes del sector privado, las ONG y otros grupos, se han unido para analizar cómo se puede reducir la pobreza, fomentar la equidad social y garantizar la protección del medio ambiente en un planeta cada vez más poblado.

Cualquier persona medianamente razonable diría que una reunión de estas características, que tiene por objetivo construir un horizonte común de bienestar, resulta imprescindible: somos ya 7000 millones de habitantes y, para 2050, se estima que la población mundial ascenderá a 9500 millones de personas.

Lejos de estar a las alturas de aquel Río de 1992, en esta conferencia se firmó un documento lleno de generalidades, titulado “El futuro que queremos”, que expresa el compromiso del mundo de adoptar un plan de producción y consumo sostenible para la próxima década, pero que no define el polémico concepto de “economía verde” que los países desarrollados promovían y muchos veían como un nuevo colonialismo. Es que para acordar el documento final se eliminaron los párrafos que provocaban mayor controversia y se hicieron tantas concesiones que se llegó a una declaración sin metas ni plazos concretos, que no conformó a nadie, aun cuando el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, se esforzó en calificarlo de un “muy buen documento, una visión sobre la cual podemos construir nuestros sueños”, a pesar de que antes había destacado que “para 2030 necesitamos 50 por ciento más de alimentos, 45% más de energía y 30% más de agua sólo para vivir como vivimos hoy”.

Quizá lo más movilizador haya sido algunos encuentros paralelos como la Cumbre de los Pueblos y la Cumbre Empresarial, en las que se produjo un intenso intercambio de experiencias y cientos de compromisos voluntarios anunciados por empresas para reducir sus emisiones de dióxido de carbono

Es cierto que, antes de comenzar, ya se conocía la pobreza del documento que se iba a firmar y la atención de los políticos estaba centrada más en la crisis del euro y la elección presidencial en los Estados Unidos que en el medio ambiente. Corresponde preguntarse si los representantes políticos tienen la preparación necesaria para señalar un camino para el futuro de nuestro planeta: se ha perdido una oportunidad histórica para definir las vías hacia un futuro sostenible, con más empleos, más energía limpia, mayor seguridad y un nivel de vida digno para todos. “Este documento es un punto de partida, no un punto de llegada. Lo que tenemos que exigir es que los países avancen a partir de él”, indicó Dilma Rousseff, al clausurar los tres días de sesiones en el centro de convenciones Riocentro.

En una postura más cercana a las teorías conspirativas -que desvelan permanentemente a nuestro gobierno nacional- que a un análisis ambiental responsable, la posición de nuestra autoridad ambiental fue oponerse a la “economía verde” por entender que ésta “avanza sobre nuestra soberanía” y permite que ciertos países definan “qué productos consumir bajo ciertos estándares de producción”. Sin duda, la autoridad ambiental, de escasa independencia e imaginación en su materia, continúa manteniendo distancia de las organizaciones de la sociedad civil que han cuestionado algunas de sus posiciones y que a su pesar han contribuido no sólo a una mayor conciencia sobre la problemática ambiental, sino que han impulsado las políticas de protección de bosques nativos, la promoción de las energías renovables, la gestión de residuos, y que han defendido la ley de glaciares cuando ésta fue vetada por la Presidenta de la República, quien interpretaba que la ley perjudicaba los intereses de las empresas mineras.

En el final de Río+20 se tiene la sensación de que no hay un interés real en llegar a un acuerdo y que los propios ciudadanos del planeta deberán ser los arquitectos de un verdadero cambio. Es una tarea difícil, pero imprescindible. Hasta ahora, la clase política parece estar pensando en otra cosa que no excede lo meramente coyuntural..

Fuente: La Nación, 27/06

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